Smoke (Wayne Wang, 1995)
El humo, que por motivos obvios, me tiene tan preocupado estos días de mi vida, ha sido uno de los elementos cinematográficos por antonomasia. El séptimo arte está lleno de colillas incriminatorias, clubes irrespirables y es imposible imaginarse el cine negro sin que vengan a la cabeza imágenes de claroscuros enmarcados por humo. Pero si alguna vez se pretendió hacer un homenaje al fumar (y no al tabaco, que no es lo mismo) nunca salió mejor que el que, involuntariamente o no, le dedica Smoke.
En una era encaminada a la individualidad, Auster se basa en un relato propio para presentarnos un canto a la humanidad personificado en los a priori desgraciados seres que frecuentan un estanco de barrio.
Seres que piensan, sienten y padecen y que, alrededor del tabaco, se cuentan sus vidas y se ayudan en ellas. Seres sencillos, perdidos en el mundo que empiezan a encontrar su espacio de mano de otros seres alrededor de un hábito tan denostado como tradicional.
Aunque es cierto que lo de menos en las historias que nos cuenta Auster es precisamente el emplazamiento, reconozcamoslo. Hubiera dado exactamente igual si se hubiera desarrollado en una cafetería y alrededor del café (pernicioso por otra parte) o de unas cervezas (lo malo que es el alcohol), lo importante tiene que ver con el milagro que se produce no ya en la vida de estos parias que comienzan a ver la luz, sino en la del espectador que asiste atónito al optimismo que se va desplegando en su interior a medida que contempla los retazos de la existencia de estos atormentados seres.
Todo ello gracias a una dirección, la de Wang, comedida y justa, que logra enseñarnos de la mejor forma que podemos imaginarnos lo que Auster tenía en la cabeza.
Un trozo de vida, aunque parezca mentira, alrededor del tabaco. ¿Quién lo iba a pensar?