Me da la impresión de que el cine de Polanski ha ido bajando de nivel de un tiempo a esta parte. Lo digo porque a principios de los noventa realizó un par de películas (esta de la que nos ocupamos y Lunas de hiel) donde, si bien no conseguía llegar sus largometrajes de los sesenta y setenta, había mucho más cine que en todo lo realizado posteriormente.
Versión homónima de la obra de teatro, e inspiradora de muchas de las representaciones posteriores de la obra, Death and the Maiden es otra muestra de cómo de una pieza teatral puede hacerse una gran película sin caer en la teatralidad (todavía creo que no he hablado de Branagh... habrá que ponerse). Para ello, lo decía ayer, lo necesario es que la pieza sea buena, los actores estén a la altura y tener cierto sentido del ritmo y la planificación, y Polanski parece que la tenía.
Death and the Maiden es otra de esas historias de venganza que tanto me gustan, en este caso con trasfondo político de fondo, con un trasfondo que tiene que ver con la voluntad de los poderosos. La novedad es que en este caso, nadie tiene que salir a buscar la redención de sus sufrimientos, sino que esta entra en bandeja en casa de Paulina Escobar (Sigourney Weaver), por medio de un vecino (Ben Kingley) en el que pretende escuchar la voz de uno de sus antiguos captores.
Midiendo la tensión al milímetro, Escobar se nos presenta como una paranoica que es capaz de ver indicios en mínimas situaciones para justificar su necesidad de hacer pagar el daño que le infundieron, y nuestra sensación de desagrado aumenta al visionar la tortura casi sin pruebas a la que Escobar somete al hombre. La partitura de Schubert que da nombre a la obra y a la película, es usada como única banda sonora consiguiendo dar aún un mayor tinte siniestro a toda la historia, y es usada como leit motiv, instigador y descubridor, de la verdad.
La duda finalmente hace acto de presencia, haciéndonos partícipes de las cábalas éticas de Escobar a la hora de tomar por fin justa venganza, igual que anteriormente lo habíamos sido del proceso delator, y una sombra de culpa rodea nuestra mente a medida que vamos intuyendo el probable final.
Con las limitaciones propias de un título teatral que, además, sucede en una sola noche, Polanski consigue realizar una película de verdad, quizá no perfecta, pero si impregnada de un ambiente insano que el director maneja demasiado bien, y que a lo que trata le sienta estupendamente. Eso por no hablar de los actores, soberbios todos ellos, pero especialmente Kingsley, que borda el retrato de un malvado tremendamente conmovedor.
Death and the Maiden es otra de esas historias de venganza que tanto me gustan, en este caso con trasfondo político de fondo, con un trasfondo que tiene que ver con la voluntad de los poderosos. La novedad es que en este caso, nadie tiene que salir a buscar la redención de sus sufrimientos, sino que esta entra en bandeja en casa de Paulina Escobar (Sigourney Weaver), por medio de un vecino (Ben Kingley) en el que pretende escuchar la voz de uno de sus antiguos captores.
Midiendo la tensión al milímetro, Escobar se nos presenta como una paranoica que es capaz de ver indicios en mínimas situaciones para justificar su necesidad de hacer pagar el daño que le infundieron, y nuestra sensación de desagrado aumenta al visionar la tortura casi sin pruebas a la que Escobar somete al hombre. La partitura de Schubert que da nombre a la obra y a la película, es usada como única banda sonora consiguiendo dar aún un mayor tinte siniestro a toda la historia, y es usada como leit motiv, instigador y descubridor, de la verdad.
La duda finalmente hace acto de presencia, haciéndonos partícipes de las cábalas éticas de Escobar a la hora de tomar por fin justa venganza, igual que anteriormente lo habíamos sido del proceso delator, y una sombra de culpa rodea nuestra mente a medida que vamos intuyendo el probable final.
Con las limitaciones propias de un título teatral que, además, sucede en una sola noche, Polanski consigue realizar una película de verdad, quizá no perfecta, pero si impregnada de un ambiente insano que el director maneja demasiado bien, y que a lo que trata le sienta estupendamente. Eso por no hablar de los actores, soberbios todos ellos, pero especialmente Kingsley, que borda el retrato de un malvado tremendamente conmovedor.