viernes, 7 de mayo de 2010

Hamlet

Hamlet (Laurence Olivier, 1948)


No creo que fuera el propósito de Olivier, al que como buen actor inglés se le notaban demasiado las ganas de sobreinterpretar al príncipe de Dinamarca, pero nunca otra versión de la obra de Shakespeare se acercó más a la compleja lectura que se ha venido haciendo desde el psicoanálisis de esta magistral pieza (que releí hace una semana, de hecho).
Las connotaciones eróticas, el fenómeno edípico, las formaciones reactivas (la lealtad al padre que esconde el intenso deseo de su asesinato para poder tener el amor materno en exclusiva), y el origen sexual de la trama se enfatizan desde el inicio donde la cámara refleja sin que haya excusa para ello la habitación y la cama de la reina, lugar de besos incestuosos e incesto expandido.


Pero interpretaciones aparte, la calidad del film es notoria e indiscutible. La atmósfera lúgubre que desarrolla la cinta sirven para lograr convertir la tragedia en un cuento de terror casi a la altura de la tragedia griega del hombre que asesina al padre y se casa con su madre sin saber lo que está haciendo.
La teatralidad se supera gracias a un incesante movimiento de cámara (innecesario en muchas ocasiones pero que consigue planos irrepetibles) y a un uso magistral de las tres dimensiones del espacio que encuadran unas actuaciones donde si que se teatraliza demasiado, pero que consigue que Jean Simmons sea la mejor Ofelia (la más emocionante, la más patética, la más conmovedora) que hemos visto jamás en una pantalla.


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